No era la primera vez que el sonido del timbre del teléfono le sobresaltaba a media noche (¡gajes del oficio!-pensó-), pero sí que era de los días en que interrumpía uno de sus sueños más bellos…
-¿Carlos Gracia?- preguntó solemne una voz masculina al otro lado del cable y, tras recibir una respuesta afirmativa continuó:
-Soy el abogado de su padre y me temo que tengo que darle malas noticias: hoy mientras desempeñaba sus tareas cotidianas, él ha tenido un accidente cerebral en “la ciudad de los muchachos”. El médico de allí le acompañó en ambulancia al hospital con gran urgencia, pero aún así, al llegar entró en coma y así permanece. Su padre me hizo depositario de sus últimas voluntades entre las que constaba su deseo expreso de que le hiciera entrega de una carta en caso de que al él le sucediera algo grave. ¿Qué le parece si me acerco a su casa mientras usted se viste y la podrá leer de camino al hospital?
Estuvieron de acuerdo en ello y Carlos se apresuró a arreglarse. Paradójicamente, una dulce serenidad parecía envolver todo su ser llegando en ocasiones a convertirse en una oleada de gozo. Quizá eran ecos del bello sueño que aún flotaba en su mente, ése en el que su madre (la jovencísima y bella mujer de la foto ajada que su padre le dio de pequeño y que siempre guardaba en la cartera) parecía tan real…
Ya comenzaba a clarear el día cuando el circunspecto abogado se presentó, le hizo entrega de la carta y le invitó a entrar en su coche:
-Yo mismo le acompañaré si lo desea-
-Gracias-dijo Carlos abriendo cuidadosamente el sobre y colocándose las gafas.
Tenían dos horas de camino por delante, tiempo suficiente para leer despacio esos diez folios escritos con la pulcra y estilizada letra acostumbrada, de ese hombre que le recogió de la calle cuando aún era un bebé y le crió como a un hijo, junto a otros chicos, en “la ciudad de los muchachos”. Pero él siempre se había sentido especial…
“Querido hijo:
No quiero que te angusties en exceso cuando leas esta carta (ya que si la has recibido es que un suceso desagradable ha tenido lugar)…”
-Perdone una pregunta- interrumpió el abogado- ¿qué es eso de “la ciudad de los muchachos”?
-La “ciudad de los muchachos” es… ¡mi hogar!-respondió Carlos con la mirada absorta y, como despertando, añadió: -perdón, se trata de un hogar para niños y niñas carentes de él, en él se les da el amor y la formación necesarios para forjarse un porvenir. Lo fundó el Padre Edward J.Flanagan en 1917 en Omaha. Él tenía la convicción de que no hay chicos malos. Sólo hay un mal ambiente, mala formación, mal ejemplo, un mal pensamiento. Luego la trasladó a una granja, con más terreno, y tiene varios servicios… como una aldea…ya lo verá.
Ambos quedaron en silencio y Carlos volvió a fijar los ojos en la carta.
La letra manuscrita de su padre le hacía evocar los bellísimos momentos en que él le había enseñado a escribir, a montar en bici, a arreglar una silla rota…Siempre tenía para todos los chicos una comprensión y una paciencia que resultaba reconfortante. Solía hablar sólo de tres temas fundamentales en su vida: Dios, los chicos y sus cosas, y el trabajo bien hecho; muy poco de sí mismo. Sin embargo sí que había podido adivinar alguna lágrima rodar sobre su mejilla cuando recordaba a su querida Beatriz, la amada y joven esposa que falleció trágicamente atropellada por un conductor que luego resultó estar bajo los efectos de estupefacientes.
“Pero no te angusties demasiado…”- le había dicho entonces al verse descubierto en el llanto- “…las penas se van con el amor y con el tiempo”. -Era un consejo que le repetía a menudo-.
Siguió leyendo la carta. En ella expresaba su gran amor hacia él y lo felices que habían sido esos años con todos ellos en la ciudad de los muchachos.
“…Sin embargo, nunca me atreví a revelarte algunas cosas de mi vida que siempre temí que no me perdonaras, no tanto porque tu corazón no sea generoso, sino como por la gravedad de mis fechorías. Hoy no puedo dejar de abrirte mi alma, esta vez de par en par…”.
Carlos recordó cómo, cuando él era aún pequeño, su padre se casó con Helena, una dulce educadora de niños conflictivos con la que hacía años que compartían trabajo y ocio, dedicación a los chicos. Ella fue como una madre para ellos, dándoles cariño y comprensión, enseñándoles las tareas de la casa…También con alguna reprimenda que otra para educarlos como hombres de bien. Sabían que siempre podían contar con su amor. Todos juntos iban al pequeño embalse del río Platte. Él siempre fue especialmente miedoso con el agua y su padre le gritaba desde dentro: “tírate sin miedo hijo, sin pensar, cierra los ojos y abre bien los brazos…yo estoy aquí para sostenerte…” y Helena le sonreía dulcemente, lo que le infundía mucho ánimo. Gracias a ellos llegó a ser campeón juvenil de natación en dos ocasiones.
Siguió leyendo y su padre le confiaba en la misiva cuánto había sufrido al morir su primera esposa y que ese sufrimiento lo transmitió injustamente a su hijo común. El hijo de Beatriz y su padre (Carlos no lo ignoraba), había muerto muy joven, pero nunca supo de qué. Ahora sí:
“…Un día recibí una llamada telefónica que me comunicaba una terrible noticia: mi hijo había sido encontrado muerto en un callejón. En el hospital, confirmé lo que aún tenía esperanzas de que fuera un error: mi querido muchacho yacía pálido e inerte frente a mí. Tras unas horas, la autopsia reveló que la causa de la muerte había sido una sobredosis de cocaína. No quise creerlo y me peleé con todos. Y es que entonces no tenía ni la más mínima sospecha de que él hubiera sido adicto a las drogas. El mundo se derrumbó a mis pies y, sin las dos personas que más amaba, caí en una especie de abismo interior. Me encerré en casa sin comer ni dormir apenas, durante tres interminables días. En ellos, lo único que me hizo conservar algo de unidad interna, fue una oleada inmensa de odio y deseo de venganza hacia los que habían suministrado la dosis fatal a mi hijo. Aquellos que, según mi parecer, eran sus asesinos, no eran sino un espejo de los asesinos de mi mujer Beatriz. La resolución de encontrarlos y vengarme fue lo único capaz de mantenerme en pie y darme fuerzas en mi dolor…para convertirlo en desatada locura….”
-¡Dios mío!- suspiró Carlos conmovido por lo que comprendía había sido un sufrimiento tremendo para su padre.
El abogado dirigió una discreta mirada a su acompañante y volvió en seguida los ojos a la carretera.
La narración que seguía en la carta iba hiriendo como goterones de plomo el corazón de su emocionado lector. Su padre explicaba cómo, tras una minuciosa investigación efectuada personalmente, recibió el “sopló” de quién era el “camello” tan odiado y, al encontrar su piso, sin pensarlo dos veces, echó abajo la puerta y le asestó un disparo mortal con el arma que acababa de comprar en uno de los peores barrios.
“Sólo entonces me detuve un momento y fue para ver horrorizado que acababa de asesinar a una joven de ojos azules y cabello dorado como el trigo, apenas una niña, una víctima más, en fin, del tráfico cruel, de la muerte inyectada dosis a dosis. E, inmediatamente, en el cuartucho de al lado, oí el llanto desconsolado de un bebé, recriminándome como un dedo acusador… Apenas recuerdo nada más, la policía, mi llanto, mis manos manchadas de sangre…, ese bebé eras tú, ¡mi propio nieto!....”
El papel estaba arrugado por lo que, se adivinaba, habían sido lágrimas vertidas a raudales por su autor. Carlos se sintió desvanecer, posó sus ojos en el inmenso paisaje de la Nebraska rural que tanto conocía, con las segadoras y sus balas de paja apostadas en montones, la tarea de gentes curtidas por el duro trabajo y la tierra impetuosa. La confusión y el dolor le hicieron caer en un leve sopor, uno de esos recursos de la mente para sobreponerse al sufrimiento extremo.
Cuando despertó pasaban ya cerca de “la ciudad de los muchachos” y faltaba muy poco para el hospital. El tiempo suficiente para leer cómo su padre no fue juzgado sino que hubo un acuerdo en conmutarle la pena por unos años de internamiento en un centro psiquiátrico en régimen cerrado. Cómo allí fueron a visitarlo muy a menudo aquellos dos jóvenes esposos que habían criado a su nieto en calidad de padres de acogida, mientras se decidía su custodia definitiva. Ellos le hablaron de Dios, de “la ciudad de los muchachos” y le invitaron a abrir su corazón al perdón y el amor. Él ya casi había dado todos esos pasos al ver los inocentes ojos de la novia de su hijo mientras la vida le abandonaba, víctima de su disparo. Pero ahora una inmensa paz comenzó a invadir su ser y el odio se le tornó amor. Quería enmendar sus malas acciones y dar su vida por aquel niñito y los otros muchachos de la ciudad del P.Flanagan.
La carta seguía: “…aquella pareja de ángeles se hizo cargo de mí, al serme concedido el régimen de libertad condicional si me afincaba en la ciudad con ellos y, al cabo del tiempo obtuve tu custodia. Por no hacerte sufrir te traté como a uno más y no quise explicarte lo que había sucedido con tus padres. Por no hacerte sufrir, sí, y por miedo a que no me perdonaras. Ése es mi único deseo además de que tú, Helena y los demás seáis siempre muy felices. Adiós, hijo, te amo. Cuenta siempre conmigo.”
Esa última frase se la había repetido en numerosas ocasiones a lo largo de la vida, especialmente en los pasos difíciles y muy especialmente después de alguna travesura o mal comportamiento suyo: “quédate en paz y no lo hagas más, cuenta siempre conmigo”-le decía.
El automóvil se detuvo y sus dos ocupantes bajaron. Carlos, tras preguntar el número de la habitación de su padre, pidió disculpas al abogado: -“Vaya usted, por delante, si no le importa necesito estar un rato sólo”, y se dirigió a las colinas cercanas.
Comenzó a caminar pausadamente, pero en seguida necesitó acelerar el paso. Llegando a correr y correr con todas sus fuerzas hasta detenerse extenuado. Se desabrochó instintivamente el cuello de la camisa, le faltaba el aliento no tanto por la carrera, ya que se hallaba en buena forma, como por la angustia. Su interior parecía la abrupta confluencia de varios rápidos de direcciones diferentes que forman un remolino violento de espuma y lodo. Esos alegres arroyuelos que habían irradiado paz y gozo esa misma mañana, ahora le oprimían. Se decía interiormente en una lucha feroz: ¿Cómo podía perdonar todo eso? ¡Ah, su madre…tan joven, él no le dejó tiempo ni para una palabra de explicación antes de disparar! Y…¡que se lo hubiera ocultado todo durante tantos años! Pero… le había regalado una vida hermosa, su amor, toda su persona…y, al fin y al cabo ¿no necesitábamos todos que se nos perdonaran tantas cosas?. Rompió a llorar como nunca lo había hecho, con los sollozos de un niño que acabara de nacer y lágrimas a raudales brotaban de sus ojos mientras sus hombros se sacudían violentamente por la fuerza del llanto. Y sus últimos pensamientos turbados: ¿Cómo no voy (yo precisamente, configurado por siempre a imagen de la Misericordia) a perdonarle? Además, ¡lo amo tanto!.
El llanto se le volvió dulzura y calma, y las lágrimas de dolor y sufrimiento se confundían con las de paz y alegría. Experimentó una serenidad y un gozo como jamás los había sentido en toda su vida. No, no le había costado perdonarle, había sido solamente la fiebre de una herida antigua, más antigua que sus primeros pasos, que sangraba aún sin saber él que existía.
Reemprendió el camino de vuelta al hospital con paso ligero, aunque no tanto como su corazón y su alma. Volvió a abrochar su cuello y colocó bien el alzacuello. Ya anochecía cuando entraba en la habitación de su padre. Se puso la estola blanca con un suave gesto, se inclinó hacia él y le administró los Sacramentos. Recitó las últimas palabras (“Yo te absuelvo en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo…, ¡vete en paz!”) con especial identificación. Luego, acercándose al oído del amado enfermo en coma le dijo:
-Te quiero, papá, te quiero mucho, gracias por todo. Quédate en paz y no lo hagas más, cuenta siempre conmigo.
El padre abrió suavemente los ojos y sonrió. Había recuperado temporalmente la conciencia:
-Tengo miedo de atravesar ese umbral, hijo-susurró.
Carlos, tomándole la mano entre las suyas le dijo:
-Jesús está ahí para sostenerte, no temas nada, abre bien los brazos y cierra los ojos y lánzate sin pensar.
Helena acababa de regresar a la habitación después de descansar un poco. Saludó con cariño a Carlos y, luego, tras volver los ojos hacia su marido, exclamo señalándolo:
-¡Mirad!
El enfermo tenía los brazos muy abiertos y los ojos cerrados. De pronto los abrió y parecía que se aferraba a alguien invisible. Después expiró con una dulcísima sonrisa en sus labios y la paz, al fin la paz, en su corazón. Esa misma paz que había alcanzado a todos los presentes en esa habitación, y quizá también a los ausentes…
Pilar V. Padial