sábado, 20 de agosto de 2011

DESPEJANDO LA ECUACIÓN DE LA VIDA



Otro día más, igual que en los precedentes, idéntico en los siguientes, avanzaba hacia la clase, el viejo profesor. Sorteaba inerte el incesante movimiento de las niñas que jugaban durante el recreo, revoloteando ruidosas, como pajarillos anidados en un ciprés. No miraba a nadie, no saludaba a nadie y, con la costumbre, lo mismo hacían todos con él. Como un mueble parlante comenzaba la clase llenando, de paso, la pizarra, sin más, de logaritmos, ecuaciones y todo aquello que, en días más florecientes, había dominado cual virtuoso pianista del los números.
Algún año atrás, su fama le precedía: “¡ya verás cuando te toque en su clase!, ¡prepárate! ...¡un eminente matemático!” (¡Como si esta expresión no fuera un pleonasmo!; yo temblaba pensando en ese futuro). Pero las garras de una grave embolia le habían convertido en esos jirones de lo que fue.
Cuando, como una sombra inerte, detenía su explicación para volverse hacia la clase, más como un ritual que como un acto de comunicación, podían contemplarse a satisfacción las múltiples manchas en su pantalón desajustado y arrugado, como su camisa, a la que solía faltarle algún botón, amén de que no podía distinguirse ya su color y estampado originales. Sus ojos eran fríos, inexpresivos, como los de un animal de sangre fría y, éste incluso, disecado.
Se adivinaba, sí, su ciencia acumulada, pues nunca perdía el hilo de una explicación ni dejaba un problema sin solución. Sin embargo, el temario del curso había quedado olvidado en algún pliegue de su cerebro herido. Me exasperaba que, a causa de mantener por piedad a un anciano enfermo en su puesto de trabajo, se me saboteara mi asignatura favorita, la que sería el abecé de mis estudios posteriores...¿Era caritativo mantener a un mal profesor para no dejarle en el desamparo de una cotización incompleta, a costa del óptimo aprendizaje de sus alumnos?. Aún no he logrado responder a esa pregunta.
Preguntándome si alguien miraría con ternura a nuestro decadente profesor, si habría una mano que preparara un caldo caliente a su estómago en medio de un catarro, descubrí con horror que, tras sacar su pañuelo del bolsillo, lo liberaba con la uña de las costras de los mocos y lo depositaba, para que se secara en la estufa...El intercambio de miradas entre nosotras, quinceañeras escrupulosas no sé si era más de asco o de perplejidad.
Y así nos fuimos acostumbrando a ignorarle, a ignorar las manchas de todo tipo de sustancias en los exámenes que nos devolvía, y a mirar hacia otro lado cuando con ellos entraba en los servicios, el sucio profesor.
Un día fue diferente, y nos sorprendió contándonos el gracioso chiste de la sastrería de al lado de la clase de matemáticas. Mientras se desternillaba de risa repitiendo: “y qué les importará si cosemos o no cosemos y si entra gente o no entra gente...”, descubrimos que afloraba una chispa de vida bajo su rostro de cera. Pero fue apenas el destello de un instante, en los ojos del apagado profesor.
Cuando le entregué el justificante que mis ausencias por una enfermedad me obligaban a presentar, me conmovió de veras el triste profesor. Como ya nadie se molestaba en hacerlo, parece que ese gesto de respeto le llegó al corazón , y entonces descubrí que aún lo tenía. Me explicó amablemente todos los conceptos que me había perdido y, mientras lo hacía, me avergoncé de mi misma, por haberle tantas veces menospreciado.
Nunca salió de su boca una queja, jamás nos faltó al respeto ni se irritó con nosotras, el paciente profesor.
Aquél funesto día de lluvia era más triste que otros; ignoraba razón de la pesadumbre de mi alma, pero pronto la conocí: había muerto, tras larga agonía atrapado bajo su volante, cuando conducía por una solitaria carretera, el difunto profesor.
Descubrí entonces cuánto le apreciaba y como creo firmemente que el amor no sucumbe ni al tiempo ni a la distancia, le tomé en espíritu de la mano y, acompañándole en su último camino, le dije tiernamente: “no pasa nada, tranquilo, vuela ya hacia el abrazo de tierno fuego que devolverá la vida a los ojos, el color a las mejillas...del alma, y reposa en paz“. Gracias, don Miguel, mi sabio profesor, mi anciano profesor, mi buen profesor. Perdona mi inconsciencia juvenil. No aprendí en tus clases demasiadas matemáticas, pero sí enormes verdades sobre la vida, sobre mí, en fin. Hoy elevo una oración por ti.
Pilar V.Padial

2 comentarios:

  1. Precioso! si quieres te digo sitios donde puedes compartirlo, también publicarlo, ya que aquí aún hay poco ambiente... ya se irá haciendo. Puedes poner también referencias de tu labor con el taller literario, interconexionarlos, abriendo la "patilla" de añadir blogs, etc., pues estás configurada como administradora aquí.

    ResponderEliminar
  2. sólo puedo publicar comentarios con OPENID, pero ya es suficiente

    ResponderEliminar