jueves, 8 de septiembre de 2011

PEDAZOS DE GUERRA

Alejandra. Gallero.
Septiembre 2011





"Cadenas de miradas nos atan a la tierra
Romped romped tantas cadenas"
Altazor. Vicente Huidobro.


Marika avanza lentamente por el camino pedregoso. El polvo que cubre su rostro ha formado una pátina tras la que se esconde su antigua belleza. No tiene edad, ni sueños, ni esperanzas. Todo ha quedado sepultado bajo los escombros de su aldea de Precaz.
Junto a ella, una veintena de seres harapientos caminan arrastrando los pies. La levedad de su peso apenas deja una huella sobre la tierra indiferente.
Por un momento Marika se detiene. Un objeto atrae su atención desde el suelo y, como si despertara de un letargo, alza con cuidado entre sus manos un pequeño zapato polvoriento. Lo mira, lo gira por uno y otro lado e introduce uno de sus dedos por el agujero que atraviesa la suela. Una cascada de imágenes se agolpan en su mente: sus hijos, su casa, la aldea. Una existencia pacífica interrumpida una mañana con un estruendo, al que se agregó un temblor de tierra y el derrumbe de todo lo que hasta entonces creía permanente.
Vio a sus niños tal como los viera aquella mañana en que sonreían frente a la humeante taza de leche y el pastel de fresas. Después, el humo que todo lo envuelve en una bruma irreal y las sirenas ululando inútilmente. Cuando sus ojos pudieron volver a ver en la trastocada escena, ya no estaba ni la leche, ni el pastel, ni los niños sonrientes. Sólo silencio y olor a muerte.
Desde entonces, sus manos y sus brazos fueron palas y picotas para cavar la tierra en busca del instante que antecedió al estruendo. Bajo los maderos retorcidos encontró los cuerpos de sus pequeños.
Luego, como una autómata siguió a la columna de vecinos que marchaban con los rostros contraídos y los ojos muertos, en busca de refugio en bosques y cerros. Huyen despavoridos de su propio miedo.
Marika suspira para aligerar el peso de los recuerdos que le oprimen el pecho En su mente una pregunta ronda sin dar tregua: "¿habrá alguien, en alguna parte del planeta que sienta el dolor que yo siento? ¿alguien podrá devolverme a mis hijos que se llevó la guerra? Mis hijos...la guerra...mis hijos...la gue..."
Mira hacia el cielo en busca de un dios sin encontrar respuesta
Otro largo suspiro escapa de sus labios resecos y Marika retorna a la marcha abrazada a un zapato polvoriento..

martes, 6 de septiembre de 2011

REMANSO DE PAZ




No era la primera vez que el sonido del timbre del teléfono le sobresaltaba a media noche (¡gajes del oficio!-pensó-), pero sí que era de los días en que interrumpía uno de sus sueños más bellos…
-¿Carlos Gracia?- preguntó solemne una voz masculina al otro lado del cable y, tras recibir una respuesta afirmativa continuó:
-Soy el abogado de su padre y me temo que tengo que darle malas noticias: hoy mientras desempeñaba sus tareas cotidianas, él ha tenido un accidente cerebral en “la ciudad de los muchachos”. El médico de allí le acompañó en ambulancia al hospital con gran urgencia, pero aún así, al llegar entró en coma y así permanece. Su padre me hizo depositario de sus últimas voluntades entre las que constaba su deseo expreso de que le hiciera entrega de una carta en caso de que al él le sucediera algo grave. ¿Qué le parece si me acerco a su casa mientras usted se viste y la podrá leer de camino al hospital?

Estuvieron de acuerdo en ello y Carlos se apresuró a arreglarse. Paradójicamente, una dulce serenidad parecía envolver todo su ser llegando en ocasiones a convertirse en una oleada de gozo. Quizá eran ecos del bello sueño que aún flotaba en su mente, ése en el que su madre (la jovencísima y bella mujer de la foto ajada que su padre le dio de pequeño y que siempre guardaba en la cartera) parecía tan real…

Ya comenzaba a clarear el día cuando el circunspecto abogado se presentó, le hizo entrega de la carta y le invitó a entrar en su coche:
-Yo mismo le acompañaré si lo desea-
-Gracias-dijo Carlos abriendo cuidadosamente el sobre y colocándose las gafas.
Tenían dos horas de camino por delante, tiempo suficiente para leer despacio esos diez folios escritos con la pulcra y estilizada letra acostumbrada, de ese hombre que le recogió de la calle cuando aún era un bebé y le crió como a un hijo, junto a otros chicos, en “la ciudad de los muchachos”. Pero él siempre se había sentido especial…

“Querido hijo:
No quiero que te angusties en exceso cuando leas esta carta (ya que si la has recibido es que un suceso desagradable ha tenido lugar)…”

-Perdone una pregunta- interrumpió el abogado- ¿qué es eso de “la ciudad de los muchachos”?
-La “ciudad de los muchachos” es… ¡mi hogar!-respondió Carlos con la mirada absorta y, como despertando, añadió: -perdón, se trata de un hogar para niños y niñas carentes de él, en él se les da el amor y la formación necesarios para forjarse un porvenir. Lo fundó el Padre Edward J.Flanagan en 1917 en Omaha. Él tenía la convicción de que no hay chicos malos. Sólo hay un mal ambiente, mala formación, mal ejemplo, un mal pensamiento. Luego la trasladó a una granja, con más terreno, y tiene varios servicios… como una aldea…ya lo verá.

Ambos quedaron en silencio y Carlos volvió a fijar los ojos en la carta.

La letra manuscrita de su padre le hacía evocar los bellísimos momentos en que él le había enseñado a escribir, a montar en bici, a arreglar una silla rota…Siempre tenía para todos los chicos una comprensión y una paciencia que resultaba reconfortante. Solía hablar sólo de tres temas fundamentales en su vida: Dios, los chicos y sus cosas, y el trabajo bien hecho; muy poco de sí mismo. Sin embargo sí que había podido adivinar alguna lágrima rodar sobre su mejilla cuando recordaba a su querida Beatriz, la amada y joven esposa que falleció trágicamente atropellada por un conductor que luego resultó estar bajo los efectos de estupefacientes.
“Pero no te angusties demasiado…”- le había dicho entonces al verse descubierto en el llanto- “…las penas se van con el amor y con el tiempo”. -Era un consejo que le repetía a menudo-.

Siguió leyendo la carta. En ella expresaba su gran amor hacia él y lo felices que habían sido esos años con todos ellos en la ciudad de los muchachos.

“…Sin embargo, nunca me atreví a revelarte algunas cosas de mi vida que siempre temí que no me perdonaras, no tanto porque tu corazón no sea generoso, sino como por la gravedad de mis fechorías. Hoy no puedo dejar de abrirte mi alma, esta vez de par en par…”.

Carlos recordó cómo, cuando él era aún pequeño, su padre se casó con Helena, una dulce educadora de niños conflictivos con la que hacía años que compartían trabajo y ocio, dedicación a los chicos. Ella fue como una madre para ellos, dándoles cariño y comprensión, enseñándoles las tareas de la casa…También con alguna reprimenda que otra para educarlos como hombres de bien. Sabían que siempre podían contar con su amor. Todos juntos iban al pequeño embalse del río Platte. Él siempre fue especialmente miedoso con el agua y su padre le gritaba desde dentro: “tírate sin miedo hijo, sin pensar, cierra los ojos y abre bien los brazos…yo estoy aquí para sostenerte…” y Helena le sonreía dulcemente, lo que le infundía mucho ánimo. Gracias a ellos llegó a ser campeón juvenil de natación en dos ocasiones.

Siguió leyendo y su padre le confiaba en la misiva cuánto había sufrido al morir su primera esposa y que ese sufrimiento lo transmitió injustamente a su hijo común. El hijo de Beatriz y su padre (Carlos no lo ignoraba), había muerto muy joven, pero nunca supo de qué. Ahora sí:

“…Un día recibí una llamada telefónica que me comunicaba una terrible noticia: mi hijo había sido encontrado muerto en un callejón. En el hospital, confirmé lo que aún tenía esperanzas de que fuera un error: mi querido muchacho yacía pálido e inerte frente a mí. Tras unas horas, la autopsia reveló que la causa de la muerte había sido una sobredosis de cocaína. No quise creerlo y me peleé con todos. Y es que entonces no tenía ni la más mínima sospecha de que él hubiera sido adicto a las drogas. El mundo se derrumbó a mis pies y, sin las dos personas que más amaba, caí en una especie de abismo interior. Me encerré en casa sin comer ni dormir apenas, durante tres interminables días. En ellos, lo único que me hizo conservar algo de unidad interna, fue una oleada inmensa de odio y deseo de venganza hacia los que habían suministrado la dosis fatal a mi hijo. Aquellos que, según mi parecer, eran sus asesinos, no eran sino un espejo de los asesinos de mi mujer Beatriz. La resolución de encontrarlos y vengarme fue lo único capaz de mantenerme en pie y darme fuerzas en mi dolor…para convertirlo en desatada locura….”

-¡Dios mío!- suspiró Carlos conmovido por lo que comprendía había sido un sufrimiento tremendo para su padre.
El abogado dirigió una discreta mirada a su acompañante y volvió en seguida los ojos a la carretera.

La narración que seguía en la carta iba hiriendo como goterones de plomo el corazón de su emocionado lector. Su padre explicaba cómo, tras una minuciosa investigación efectuada personalmente, recibió el “sopló” de quién era el “camello” tan odiado y, al encontrar su piso, sin pensarlo dos veces, echó abajo la puerta y le asestó un disparo mortal con el arma que acababa de comprar en uno de los peores barrios.

“Sólo entonces me detuve un momento y fue para ver horrorizado que acababa de asesinar a una joven de ojos azules y cabello dorado como el trigo, apenas una niña, una víctima más, en fin, del tráfico cruel, de la muerte inyectada dosis a dosis. E, inmediatamente, en el cuartucho de al lado, oí el llanto desconsolado de un bebé, recriminándome como un dedo acusador… Apenas recuerdo nada más, la policía, mi llanto, mis manos manchadas de sangre…, ese bebé eras tú, ¡mi propio nieto!....”

El papel estaba arrugado por lo que, se adivinaba, habían sido lágrimas vertidas a raudales por su autor. Carlos se sintió desvanecer, posó sus ojos en el inmenso paisaje de la Nebraska rural que tanto conocía, con las segadoras y sus balas de paja apostadas en montones, la tarea de gentes curtidas por el duro trabajo y la tierra impetuosa. La confusión y el dolor le hicieron caer en un leve sopor, uno de esos recursos de la mente para sobreponerse al sufrimiento extremo.

Cuando despertó pasaban ya cerca de “la ciudad de los muchachos” y faltaba muy poco para el hospital. El tiempo suficiente para leer cómo su padre no fue juzgado sino que hubo un acuerdo en conmutarle la pena por unos años de internamiento en un centro psiquiátrico en régimen cerrado. Cómo allí fueron a visitarlo muy a menudo aquellos dos jóvenes esposos que habían criado a su nieto en calidad de padres de acogida, mientras se decidía su custodia definitiva. Ellos le hablaron de Dios, de “la ciudad de los muchachos” y le invitaron a abrir su corazón al perdón y el amor. Él ya casi había dado todos esos pasos al ver los inocentes ojos de la novia de su hijo mientras la vida le abandonaba, víctima de su disparo. Pero ahora una inmensa paz comenzó a invadir su ser y el odio se le tornó amor. Quería enmendar sus malas acciones y dar su vida por aquel niñito y los otros muchachos de la ciudad del P.Flanagan.

La carta seguía: “…aquella pareja de ángeles se hizo cargo de mí, al serme concedido el régimen de libertad condicional si me afincaba en la ciudad con ellos y, al cabo del tiempo obtuve tu custodia. Por no hacerte sufrir te traté como a uno más y no quise explicarte lo que había sucedido con tus padres. Por no hacerte sufrir, sí, y por miedo a que no me perdonaras. Ése es mi único deseo además de que tú, Helena y los demás seáis siempre muy felices. Adiós, hijo, te amo. Cuenta siempre conmigo.”

Esa última frase se la había repetido en numerosas ocasiones a lo largo de la vida, especialmente en los pasos difíciles y muy especialmente después de alguna travesura o mal comportamiento suyo: “quédate en paz y no lo hagas más, cuenta siempre conmigo”-le decía.

El automóvil se detuvo y sus dos ocupantes bajaron. Carlos, tras preguntar el número de la habitación de su padre, pidió disculpas al abogado: -“Vaya usted, por delante, si no le importa necesito estar un rato sólo”, y se dirigió a las colinas cercanas.

Comenzó a caminar pausadamente, pero en seguida necesitó acelerar el paso. Llegando a correr y correr con todas sus fuerzas hasta detenerse extenuado. Se desabrochó instintivamente el cuello de la camisa, le faltaba el aliento no tanto por la carrera, ya que se hallaba en buena forma, como por la angustia. Su interior parecía la abrupta confluencia de varios rápidos de direcciones diferentes que forman un remolino violento de espuma y lodo. Esos alegres arroyuelos que habían irradiado paz y gozo esa misma mañana, ahora le oprimían. Se decía interiormente en una lucha feroz: ¿Cómo podía perdonar todo eso? ¡Ah, su madre…tan joven, él no le dejó tiempo ni para una palabra de explicación antes de disparar! Y…¡que se lo hubiera ocultado todo durante tantos años! Pero… le había regalado una vida hermosa, su amor, toda su persona…y, al fin y al cabo ¿no necesitábamos todos que se nos perdonaran tantas cosas?. Rompió a llorar como nunca lo había hecho, con los sollozos de un niño que acabara de nacer y lágrimas a raudales brotaban de sus ojos mientras sus hombros se sacudían violentamente por la fuerza del llanto. Y sus últimos pensamientos turbados: ¿Cómo no voy (yo precisamente, configurado por siempre a imagen de la Misericordia) a perdonarle? Además, ¡lo amo tanto!.
El llanto se le volvió dulzura y calma, y las lágrimas de dolor y sufrimiento se confundían con las de paz y alegría. Experimentó una serenidad y un gozo como jamás los había sentido en toda su vida. No, no le había costado perdonarle, había sido solamente la fiebre de una herida antigua, más antigua que sus primeros pasos, que sangraba aún sin saber él que existía.
Reemprendió el camino de vuelta al hospital con paso ligero, aunque no tanto como su corazón y su alma. Volvió a abrochar su cuello y colocó bien el alzacuello. Ya anochecía cuando entraba en la habitación de su padre. Se puso la estola blanca con un suave gesto, se inclinó hacia él y le administró los Sacramentos. Recitó las últimas palabras (“Yo te absuelvo en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo…, ¡vete en paz!”) con especial identificación. Luego, acercándose al oído del amado enfermo en coma le dijo:
-Te quiero, papá, te quiero mucho, gracias por todo. Quédate en paz y no lo hagas más, cuenta siempre conmigo.

El padre abrió suavemente los ojos y sonrió. Había recuperado temporalmente la conciencia:
-Tengo miedo de atravesar ese umbral, hijo-susurró.
Carlos, tomándole la mano entre las suyas le dijo:
-Jesús está ahí para sostenerte, no temas nada, abre bien los brazos y cierra los ojos y lánzate sin pensar.

Helena acababa de regresar a la habitación después de descansar un poco. Saludó con cariño a Carlos y, luego, tras volver los ojos hacia su marido, exclamo señalándolo:
-¡Mirad!

El enfermo tenía los brazos muy abiertos y los ojos cerrados. De pronto los abrió y parecía que se aferraba a alguien invisible. Después expiró con una dulcísima sonrisa en sus labios y la paz, al fin la paz, en su corazón. Esa misma paz que había alcanzado a todos los presentes en esa habitación, y quizá también a los ausentes…
Pilar V. Padial

sábado, 20 de agosto de 2011

JMJ Madrid 2011 El Papa pide a los jóvenes en el Vía Crucis que no pase...

SENTIRSE FUGITIVO




Bien, sólo un leve “click” al cerrar la puerta; creo que no me ha oído nadie. Ahora me deslizo rápidamente hasta la calle y...¡Nadie! ¡Todo funciona según el plan previsto!. Esa quietud de la farola, iluminando invariablemente, me reconforta un poco...comienzo a avanzar.
Espero haberlo cogido todo...¿Qué es ese martilleo? ¡Ah!, son los pulsos de mis sienes...el suelo se desdibuja a mis pies. No sé si habrá sido una buena idea hacerlo precisamente hoy...Las estrellas contemplan mi nerviosismo extremo. ¿Estrellas? Ya son guirnaldas que gfiran y giran, estoy a punto de desmayarme. ¡Dios mío, ahora sí que necesito ayuda!
¿Qué es esa súbita nube de luz que ha aparecido como de la nada? ¡El autobús! ¡Estoy salvado!. Creo que el conductor me mira cpon sospecha...¡Lo sabe!
-Abuelita, ¿ese señor está drogado?
-Calla, no seas maleducado.
-Pero es que tiembla y suda mucho...
Para ser la primera vez que lo intento no ha ido tan mal.
Amanece; aquí es la consulta...¿Cuándo conseguirá el psiquiatra curarme esta horrible agorafobia!

Pilar V.Padial

Estreno del himno JMJ Madrid 2011

DESPEJANDO LA ECUACIÓN DE LA VIDA



Otro día más, igual que en los precedentes, idéntico en los siguientes, avanzaba hacia la clase, el viejo profesor. Sorteaba inerte el incesante movimiento de las niñas que jugaban durante el recreo, revoloteando ruidosas, como pajarillos anidados en un ciprés. No miraba a nadie, no saludaba a nadie y, con la costumbre, lo mismo hacían todos con él. Como un mueble parlante comenzaba la clase llenando, de paso, la pizarra, sin más, de logaritmos, ecuaciones y todo aquello que, en días más florecientes, había dominado cual virtuoso pianista del los números.
Algún año atrás, su fama le precedía: “¡ya verás cuando te toque en su clase!, ¡prepárate! ...¡un eminente matemático!” (¡Como si esta expresión no fuera un pleonasmo!; yo temblaba pensando en ese futuro). Pero las garras de una grave embolia le habían convertido en esos jirones de lo que fue.
Cuando, como una sombra inerte, detenía su explicación para volverse hacia la clase, más como un ritual que como un acto de comunicación, podían contemplarse a satisfacción las múltiples manchas en su pantalón desajustado y arrugado, como su camisa, a la que solía faltarle algún botón, amén de que no podía distinguirse ya su color y estampado originales. Sus ojos eran fríos, inexpresivos, como los de un animal de sangre fría y, éste incluso, disecado.
Se adivinaba, sí, su ciencia acumulada, pues nunca perdía el hilo de una explicación ni dejaba un problema sin solución. Sin embargo, el temario del curso había quedado olvidado en algún pliegue de su cerebro herido. Me exasperaba que, a causa de mantener por piedad a un anciano enfermo en su puesto de trabajo, se me saboteara mi asignatura favorita, la que sería el abecé de mis estudios posteriores...¿Era caritativo mantener a un mal profesor para no dejarle en el desamparo de una cotización incompleta, a costa del óptimo aprendizaje de sus alumnos?. Aún no he logrado responder a esa pregunta.
Preguntándome si alguien miraría con ternura a nuestro decadente profesor, si habría una mano que preparara un caldo caliente a su estómago en medio de un catarro, descubrí con horror que, tras sacar su pañuelo del bolsillo, lo liberaba con la uña de las costras de los mocos y lo depositaba, para que se secara en la estufa...El intercambio de miradas entre nosotras, quinceañeras escrupulosas no sé si era más de asco o de perplejidad.
Y así nos fuimos acostumbrando a ignorarle, a ignorar las manchas de todo tipo de sustancias en los exámenes que nos devolvía, y a mirar hacia otro lado cuando con ellos entraba en los servicios, el sucio profesor.
Un día fue diferente, y nos sorprendió contándonos el gracioso chiste de la sastrería de al lado de la clase de matemáticas. Mientras se desternillaba de risa repitiendo: “y qué les importará si cosemos o no cosemos y si entra gente o no entra gente...”, descubrimos que afloraba una chispa de vida bajo su rostro de cera. Pero fue apenas el destello de un instante, en los ojos del apagado profesor.
Cuando le entregué el justificante que mis ausencias por una enfermedad me obligaban a presentar, me conmovió de veras el triste profesor. Como ya nadie se molestaba en hacerlo, parece que ese gesto de respeto le llegó al corazón , y entonces descubrí que aún lo tenía. Me explicó amablemente todos los conceptos que me había perdido y, mientras lo hacía, me avergoncé de mi misma, por haberle tantas veces menospreciado.
Nunca salió de su boca una queja, jamás nos faltó al respeto ni se irritó con nosotras, el paciente profesor.
Aquél funesto día de lluvia era más triste que otros; ignoraba razón de la pesadumbre de mi alma, pero pronto la conocí: había muerto, tras larga agonía atrapado bajo su volante, cuando conducía por una solitaria carretera, el difunto profesor.
Descubrí entonces cuánto le apreciaba y como creo firmemente que el amor no sucumbe ni al tiempo ni a la distancia, le tomé en espíritu de la mano y, acompañándole en su último camino, le dije tiernamente: “no pasa nada, tranquilo, vuela ya hacia el abrazo de tierno fuego que devolverá la vida a los ojos, el color a las mejillas...del alma, y reposa en paz“. Gracias, don Miguel, mi sabio profesor, mi anciano profesor, mi buen profesor. Perdona mi inconsciencia juvenil. No aprendí en tus clases demasiadas matemáticas, pero sí enormes verdades sobre la vida, sobre mí, en fin. Hoy elevo una oración por ti.
Pilar V.Padial

sábado, 16 de julio de 2011

UN MISTERIOSO COMPAÑERO,

relato
de Pilar V. Padial
Cuando Marcus se despertó, no estaba seguro de
si había sonado ya la campanilla del reloj o no;
aún era de noche. Sin embargo la llamada para desayunar de
su madre, desde el piso de abajo, le confirmó que ya era hora
de levantarse. El aroma de tostadas calientes y queso fresco
era lo poco que le agradaba del comienzo del día. Estaba
cansado, muy cansado de esa tediosa rutina cotidiana que
jamás parecía variar.
Mientras desayunaba junto a su hermanita, preguntó
irritado a su madre por qué nunca podía llevar ropa nueva.
-Hijo mío, sabes bien que ésta es toda la que tenemos;
somos pobres, pero tenemos lo suficiente, gracias a la Señoradijo
la mujer mientras fregaba los platos.
La respuesta no satisfizo a Marcus que, con sólo
doce años, iba convirtiéndose gradualmente en un chico
descontento y triste. Pero su pensamiento quedó detenido en
la Señora. Su madre siempre repetía que gracias a ella apenas
había accidentes de montaña en la zona. Fascinado, oía
siempre los ecos de los montañeros cantarle aquella canción,
“Signore delle Cime”, para que les protegiera en su ascenso a
las escarpadas cumbres o para darle gracias por regresar sin
contratiempos. Entonces miraba hacia la lejanía y anhelaba
algo que ese eco aún no acertaba a revelarle...
-Venga, acabaos el desayuno, coged las carteras y al colegio-añadió
la madre.
-Mamá,otra vez está nevando, a pesar de que hace mucho
sol- era María, la hermana menor de Marcus.
-Sí, hijos, el tiempo está cada vez más extraño. La nevada
durará apenas diez minutos, como siempre, y luego hará
mucho calor. Por eso no olvidéis llevar manga corta debajo
de los abrigos y bufandas.
Ya era completamente de día, parecía que el sol lo
había iluminado todo instantáneamente. Se despidieron de
su madre, y Marcus, sumido en sus pensamientos, apenas fue
siquiera consciente de haber salido de la casa. En su cabeza
dominaba sólo una idea: ¡escapar! Se sentía como enjaulado
en esa atmósfera irrespirable en que todo era siempre igual.
Incluso el pequeño tren que recorría las montañas y cuya
máquina conducía su padre, parecía estar siempre en el
mismo sitio.
Cuando dejó a su hermana en el parvulario, se desvió
por otro camino distinto al habitual, buscando un nuevo
horizonte sin saber exactamente cuál. Caminó mucho rato
hasta llegar al estrecho túnel que atravesaba la cordillera. Sí,
aunque lo tenía prohibido, esa vez lo cruzaría.
Al llegar a la mitad, todo se había vuelto muy oscuro y frío, y
empezó a sentir miedo. Pero inesperadamente una dulce voz
femenina le tranquilizó:
-Toma mi mano, sígueme y no temas nada.
-Pero tú, ¿quién eres?- dijo el muchacho.
-Soy tu única guía en esta oscuridad, para llevarte a lo que
tanto sueñas. Solamente debes decidirte de una vez: ¿confías
o no?-respondió la bella mujer que ahora se veía envuelta en
un halo de luz preciosa.
Marcus tomó su mano temblando, en un gesto
valiente para el que tuvo que reunir todo el coraje de su
corazón. De pronto...nada...parecía el vacío que al poco
desembocó en un vértigo de colores; el mundo pareció
convertirse en una irisada hélice de luz llena de música,
sonidos y olores de todas clases. Se asustó y, por un
momento soltó la mano de su hermosa guía. Sin saber cómo
se vio resbalando por una empinadísima superficie lisa y
cayó, sintiendo un gran dolor en la pierna derecha;
probablemente se la había roto, le dolía mucho; se desmayó.
Después de rezar sus oraciones cotidianas por toda
su familia, en especial por su nietecita, que había perdido a
sus padres hacía poco, el anciano, encendió la lamparita de la
mesita, junto a su cama en el hospital. Lo primero que hacía
cada día, desde que estaba allí ingresado, era coger esa bonita
bola de vidrio con un paisaje y sus personitas dentro y
sacudirla, hasta que los artificiales copos de nieve invadían
todo el líquido. ¡Cuánto quería a ese angelito de nieta suya!
Le había regalado su “bolita de nieve”, su “tesoro favorito“...
para que te pongas bueno pronto, abuelito; no dejes de mirarla y te
acordarás de mí.
Esa mañana la bola se veía distinta, pero no podía
especificar en qué. Miró a su joven compañero de
habitación. Había llegado la noche antes, con una fractura de
peroné. Aún dormía.
Era extraño, pero cuando lo vio por primera vez allí gritando
de dolor y agitación, parecía haber salido de la nada, no se
había enterado de su ingreso; quizá fue en algún momento
en que se había dormido muy profundamente. Sólo por la
enfermera supo lo de su pierna. Al cabo de unos minutos, se
durmió, pero sólo después de haber recibido un amable beso
en la frente de aquella hermosa mujer. La dama que sonrió
dulcemente y tras explicar que debía regresar pronto a las
cumbres, se marchó graciosamente. ¡Qué raro le pareció
entonces que el chico pudiera recibir visitas a aquellas horas!,
¿Sería quizá su mamá?
Aún sumido en esas preguntas, cogió maquinalmente el libro
que su nieta le había regalado y comenzó a leerlo:
“Cuando Marcus se
despertó, no estaba seguro de si había
sonado ya la campanilla del reloj, o
no; aún era de noche. Sin embargo la
llamada para desayunar de su madre,
desde el piso de abajo, le confirmó que
ya era hora de levantarse. El aroma
de tostadas calientes...”
-¡Buenos días!- saludó el jovencito desde la otra cama.
-¡Hola, chaval! ¿Qué tal has dormido? ¿Te ha despertado
más veces el dolor? Por cierto, ¿cómo te llamas?
-Marcus- respondió alegremente el muchacho.

SI TÚ SUPIERAS...(relato corto)



Faltaban aún...¿Cuánto? ¡Treinta minutos!
Como siemre, había llegado bastante antes a la cita. Prefería hacerlo así para reunir el valor suficiente con el que afrontar las situaciones difíciles. ¿Cómo decirle a una dulce joven que ella, en realidad, era su madre?. O quizás después de haber transcurrido tantos años desde que se vió obligada a darla en adopción, aquella niñita de ojos tiernos se habría convertido en alguien frío y terrible...
Llegó la hora y, con paso decidido, se dirigía hacia la mesa una joven mujer que le era entrañablemente familiar. Las tinieblas que la oprimían se desvanecieron en un instante: ¡Era Teresa! ¡Cómo no lo habría intuido en todo ese tiempo!
Pilar V. Padial

LO QUE SON LAS COSAS...(ADÓNDE VA VICENTE...)

Cuento para todas las edades:

(Veo lo que quiero ver.
Cómo el qué dirán y las modas coartan nuestra libertad
La Providencia de Dios
La devoción a la Virgen)


Esos pueblecitos que aún permanecen aislados de las grandes vías de comunicación albergan paisajes, gentes y costumbres entrañables y, sobre todo, un modo más humano de vivir. Pasaba yo el mes de agosto en Logumbres, un pequeño villorrio de montaña conectado con el pueblo vecino, Valcasas, por apenas seis quilómetros de una carreterilla de tierra apisonada que atravesaba el pequeño valle que los separaba. Un antiguo puente sobre el riachuelo, unía los dos tramos curvos apoyados en sendas laderas en las que se asentaban ambas localidades.
Mientras permanecía sentado en un banco de la plaza, bajo un árbol, rehaciéndome un poco del calor tras mi paseo por la zona, vi llegar a un joven más contento que unas pascuas:
-¡Hola, Faustino!
Al tal Faustino no lo había visto yo, pero removía el heno del corral en una casa de enfrente:
-¡Qué hay, Paquito!
-Pues muy buenas nuevas, amigo, me caso de aquí a un año, en la fiesta de la Virgen, justo como hoy.
-¿La Virgen del Carmen?
-No, palurdo, esa es en julio; la de agosto, la Asunción de María. Bueno, eso de que me caso, será si Marina me dice que sí. Mira qué anillazo le he comprado para hacerle la petición formal. Lo haré de rodillas y todo, como toda la vida.
Acto seguido inició una autopalpación consecutiva de todas las partes del cuerpo más cercanas a los bolsillos. Es esa especie de danza que todos alguna vez ejecutamos cuando no encontramos algo y que parece más bien una comprobación de que ninguna partecilla de la anatomía se nos ha salido de su lugar.
-¡Madre Santísima, asísteme! No puede ser: ¡lo he perdido! Se me debe de haber caído en algún momento del trayecto en que he sacado el pañuelo del bolsillo. Ayúdame a buscarlo, amigo. Desandemos juntos todo el camino desde mi casa.
Y, dicho y hecho; les vi desandar lentamente el camino mirando juntos hacia el suelo, por todas partes y con cara de gran preocupación.

Entretanto, llegaron a mi altura dos dulces y elegantes ancianas:
-¡Uy, mira! Qué cabizbajos andan esos. Debe de ser un cortejo fúnebre. ¡Qué lástima que haya tan poca gente! Un difunto debiera ser despedido con más afecto y respeto. Vayamos y encomendemos su alma. ¡Quién sabe si tampoco habrá siquiera funeral o alguna modernura de esas! Como la tontería de suprimir a última hora la procesión de hoy -comentó una a su compañera.
-¡Ah! ¿La han suprimido? ¿Quién?
-Ha sido cosa del alcalde.
-¿Desiderio? Pero si yo lo tenía en catequesis, ¿es que ya se ha hecho ateo?- respondió la otra.
-¡Qué va! Si él también es catequista. Pero ha dicho que eso no hace moderno y que la quita porque le han dicho que si no, le van a venir piquetes al Ayuntamiento. Éste se ha achantado y no quiere destacarse demasiado. Sin embargo es el primero que se lamenta de que este año no haya loas a la Virgen.
Ambas señoras siguieron cabizbajas a los dos amigos y, progresivamente, se les fue uniendo un gran número de paisanos que pensaban estarse añadiendo a un cortejo fúnebre para presentar sus respetos y condolencias. Hasta los niños que iban al colegio en verano para recuperar las asignaturas suspendidas, se encaramaban a la tapia del patio, con la esperanza de ver el coche con el ataúd, con esa ingenua morbosidad infantil.
Iba la larga comitiva avanzando lentamente pueblo arriba hasta llegar a la Iglesia, al lado de la cual, se ve que vivía Paquito, el dueño del anillo perdido. Por lo visto allí lo pararon para darle el pésame, y él no entendía cómo había podido correr tan pronto la voz de su pérdida y por qué se lo habían tomado todos tan a pecho y de modo tan dramático. Eso al menos, es lo que se oía comentar por quienes pasaron a mi lado en el banco de la plaza. Así como la extrañeza al no ver ningún ataúd.
-Serán cosas de ahora- era el común veredicto.

Me contaron luego que dos habitantes del pueblo vecino, Valcasas, salían en ese momento para la era y, pudieron ver, al otro lado del valle la larga hilera de vecinos de Logumbres que avanzaba con parsimonia hacia la Iglesia.
-¡Si será sinvergüenza ese Desiderio!- dijo el alcalde de Logumbres cuando se lo comunicaron, más pronto que tarde - tanto fingir que no harían procesión y ahí la tienes. ¡Y nosotros que lo hemos recogido todo a última hora para no quedar como retrógrados…! Diles a todos que vuelvan a prepararlo todo rápido y los quiero con los mejores trajes y vestidos en la puerta de la iglesia dentro de media hora, ¡ni un minuto más!
Suerte que aún no habían acabado de recoger nada ni se habían podido cambiar de ropa. Así, cuando todavía no había acabado el pregonero de difundir por las calles la nueva orden del señor alcalde a toque de corneta, ya estaban todos endomingados y con la Virgen en la puerta de la iglesia.
El coro de niños repeinados seguía a los ciriales que anunciaban el paso solemne de la imagen de María Asunta. Luego el Párroco y los acólitos, la banda de música, y todos los vecinos, de dos en dos, cirio en mano y cantando a todo pulmón.

Aún sentado en mi banco adoptivo, pude distinguir claramente la procesión discurrir por las calles de Valcasas. El tenue eco de los cantos llegaba a veces, sólo cuando el viento venía de cara.
Fue aquello el detonante de una frenética agitación en Logumbres. Algo así como cuando metes un palito en un hormiguero. Y, aunque parezca mentira, al cabo de media hora, ya tenían ellos su procesión desfilando por las calles. Se ve que también se había suspendido en el último minuto por dimes y diretes similares a los de Valcasas.
-Me gusta mucho todo esto- comentaba uno- lo encuentro precioso y entrañable aunque yo no creo o, más bien ni me lo he planteado. Las tradiciones culturales no debieran perderse, ¿no crees papá?
-Yo sí que soy muy devoto de la Virgen; ella me ha cuidado y consolado desde que mi madre me encomendó a su custodia en el lecho de muerte. ¡No sabes cuántas cosas tengo que agradecerle! Me alegro de que, por fin haya prevalecido el sentido común…
-¡Quién pudiera experimentar algo así!- respondió el padre.
-Todos podemos, basta con pedírselo.
No había acabado de hablar aún el padre cuando se oye un grito de alegría:
-¡Lo acabo de pisar, Faustino! ¡Suerte que iba descalzo por una promesa que hice el año pasado! ¡Ay, gracias, Madrecita!
Pilar V. Padial

viernes, 15 de julio de 2011

LAS ROBINSONAS URBANAS



Sólo el dulce sonido de tercera descendente de casi todos los timbres corrientes y nació el alborozo tras la puerta del piso. Hasta que se abrió y aparecieron, una sobre otra, dos sonrisas, una dibujada en una cara de joven mujer morena y bien parecida y la otra en un rostro infantil, de niña de cinco años, enmarcado por dos coletas despeinadas.
-¡Hola, tía Marta, por fin has llegado! ¡Qué guay!
-¡Hola, hermana!, ¿te ha costado encontrar la calle? ¡Qué alegría verte!
-¡Bienvenidas, mis chicas preciosas! Os he encontrado enseguida; ¡no olvides que yo vivo aquí hace muchos años! ¿Qué tal la mudanza?
La niña no dejó que su tía terminara la frase y, como un huracán con pecas y tierna voz chillona, la arrastró tía a lo largo de toda la casa, precediendo la entrada a cada habitación por un emocionado: “mira, ¿te gusta?”. La ráfaga terminó en una habitación llena de peluches y un solemne: “éste es mi cuarto”.
-No saltes en la cama bonita. Oye, hermana, ¡Cuánto me alegro de que os hayáis venido a vivir aquí definitivamente! ¡Qué vistas más bonitas tenéis!
-Sí, y desde el terrado se ve todo mucho mejor. Te agradezco que te quedes a pasar en casa este fin de semana mientras Miguel acaba de recoger todo en nuestra antigua casa y cierra la venta. Deja aquí la maleta y vamos al terrado; ¡ya verás qué maravilla!
Y, cuando el pueril huracán amenazaba con activarse de nuevo, su madre se adelantó:
-Voy yo delante peque, que tengo la llave; fíjate, aún no la he podido ni meter en el llavero.
Cuando hubieron llegado al terrado, los tres rostros se iluminaron; en verdad las vistas eran maravillosas y la madre de la niña enumeraba a su hermana todo su alcance, en una ciudad que para ésta era de sobras conocida.
-Es una zona estupenda. El único inconveniente es que, en los puentes y vacaciones, se queda muy solitaria, pero creo que cuando se vendan y habiten todos los pisos de los alrededores, eso se acabará. Creo que ahora mismo, a lo largo de este puente, somos las únicas personas que quedamos en la escalera.
Y entre risas y exclamaciones estaban cuando se oyó un fuerte golpe seco.
-¡Anda, se ha cerrado la puerta! Se me había olvidado decirte que hay que fijarla a la pared con una balda porque la corriente la cierra. Sacaste la llave de la cerradura, ¿no?
-Pues…va a ser que no. No se me ocurrió que la puerta se pudiera cerrar, lo siento.
-¡Vaya!, ahora nos hemos quedado encerradas aquí fuera. No es el primer vecino al que le pasa. Ya hemos sacado a alguno que se puso a gritar por los ojos de patio, pero hoy no hay nadie…
-¡Bah!, Tu súper hermanita tiene soluciones para todo. Como aún llevo colgado el bolso, saco el móvil y…¡fin del problema! ¿Qué prefieres policía local o mossos?
Decía esto mientras, tras rebuscar en su bolso, presionaba la tecla de encendido del teléfono a lo que siguió un alegre arpegio ascendente de puesta en marcha y, acto seguido, uno, apagado y descendente de “batería baja-apagado automático”
-Bueno- dijo a sus preocupadas familiares- llevo el cargador, no pasa nada. ¿Dónde lo enchufamos?
Recorrieron todo el terrado minuciosamente en busca de algún enchufe que les abriera la puerta liberadora del improvisado encierro, pero el único que había, estaba dentro de la sala de máquina del ascensor tras una verja de barrotes de hierro.
-Pues, pasemos al plan B.
Y comenzaron a gritar y gritar hasta quedar exhaustas y a hacer gestos con los brazos en alto, alternativamente abiertos y cerrados a los coches que discurrían por la carretera, un poco alejada. Quienes las llegaban a ver, les devolvían lo que creían era un saludo improvisado, con una sonrisa.
-No nos va a oír nadie, la “civilización” está demasiado lejos. Debemos pasar al plan C: pasaremos la noche aquí dado que el sol ya está decayendo.
-¡Qué fastidio!
-Tomémoslo como una “noche de pijamas”, chicas.
Comenzaron a hacer acopio de toda la ropa tendida en los cordeles así como de los plásticos que la cubrían, para hacerse una especie de tienda esquimal que las resguardara del frío de la noche. Hicieron el tejado con los plásticos en los que marcaron canalillos para recoger el agua.
-No me acuerdo de cómo se hacen vasos de papel, ¿y vosotras?
-Yo sí- respondió la madre de la pequeña- no hay como tener críos para tener frescas estas habilidades.
Hicieron unos cuantos vasitos para recoger el agua del rocío, con las hojas de un bloc que llevaba Marta en el bolso, y los sujetaron con pinzas en las desembocaduras de los canalillos. Después recogieron todas las pinzas de madera que encontraron y un par de tablones que había por allí, e hicieron una pequeña fogata. De nuevo el bolso de tía Marta y el encendedor que en él había, les habían sacado del apuro.
-Tengo que dejar de fumar un día de estos, pero hoy casi me alegro de no haberlo hecho. También llevo unas galletas de chocolate que te traía a ti, sobrinita.
Y entre cuentos, risas e historias de la vida cotidiana, dieron cuenta de todas las galletas entre las tres y pasaron una velada muy agradable. Casi habían olvidado lo apurado de su situación.
-¿Quién nos iba a decir que todo ese tiempo empleado en ver en televisión el “último superviviente” nos iba a ser tan útil?
Rieron con ganas y el sueño las fue venciendo. Las postreras palabras inteligibles salieron de la boca de la niña:
-¿Qué es el último superviviente?

Al amanecer, un rayo de sol acarició los rostros de las dos mujeres que dormían plácidamente arrebujadas entre las ropas de los vecinos.
-¿Dónde está la niña?
Echaron un vistazo rápido por todo el terrado y no había ni rastro de ella y la idea de lo peor asaltó la mente de su madre, que temía mirar hacia la calle por si allí estaba su niñita. Pero no, en cuanto recorrieron todo el terreno para buscarla, la encontraron dentro de la sala de máquina del ascensor.
-¡Menos mal que no hay ningún vecino y el ascensor no se ha movido! ¿Cómo se te ha ocurrido meterte ahí, niña?¿Cómo has cabido? ¿Estás bien?
Tras comprobar que la niña no sufría daño alguno y comentar el sabido dicho popular de que los niños caben por cualquier sitio por donde les cabe la cabeza, las hermanas se calmaron y, al mirarse mutuamente, una sonrisa iluminó sus caras. Si hubieran sido dibujos animados les habrían salido bombillitas iluminadas por encima de la cabeza.
-Corazón, ya sé que mamá te ha dicho muchas veces que no toques los enchufes, pero ésta es una ocasión especial, diferente. Lo entiendes ¿no?
Habiendo la niña sacudido la cabeza afirmativamente, las jóvenes se abalanzaron sobre el bolso para darle el cargador del móvil a la improvisada escapista.
-¿Qué prefieres, policía local o mossos?
Pilar V.Padial

Taller de literatura de la amiga Pilar

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