sábado, 16 de julio de 2011

UN MISTERIOSO COMPAÑERO,

relato
de Pilar V. Padial
Cuando Marcus se despertó, no estaba seguro de
si había sonado ya la campanilla del reloj o no;
aún era de noche. Sin embargo la llamada para desayunar de
su madre, desde el piso de abajo, le confirmó que ya era hora
de levantarse. El aroma de tostadas calientes y queso fresco
era lo poco que le agradaba del comienzo del día. Estaba
cansado, muy cansado de esa tediosa rutina cotidiana que
jamás parecía variar.
Mientras desayunaba junto a su hermanita, preguntó
irritado a su madre por qué nunca podía llevar ropa nueva.
-Hijo mío, sabes bien que ésta es toda la que tenemos;
somos pobres, pero tenemos lo suficiente, gracias a la Señoradijo
la mujer mientras fregaba los platos.
La respuesta no satisfizo a Marcus que, con sólo
doce años, iba convirtiéndose gradualmente en un chico
descontento y triste. Pero su pensamiento quedó detenido en
la Señora. Su madre siempre repetía que gracias a ella apenas
había accidentes de montaña en la zona. Fascinado, oía
siempre los ecos de los montañeros cantarle aquella canción,
“Signore delle Cime”, para que les protegiera en su ascenso a
las escarpadas cumbres o para darle gracias por regresar sin
contratiempos. Entonces miraba hacia la lejanía y anhelaba
algo que ese eco aún no acertaba a revelarle...
-Venga, acabaos el desayuno, coged las carteras y al colegio-añadió
la madre.
-Mamá,otra vez está nevando, a pesar de que hace mucho
sol- era María, la hermana menor de Marcus.
-Sí, hijos, el tiempo está cada vez más extraño. La nevada
durará apenas diez minutos, como siempre, y luego hará
mucho calor. Por eso no olvidéis llevar manga corta debajo
de los abrigos y bufandas.
Ya era completamente de día, parecía que el sol lo
había iluminado todo instantáneamente. Se despidieron de
su madre, y Marcus, sumido en sus pensamientos, apenas fue
siquiera consciente de haber salido de la casa. En su cabeza
dominaba sólo una idea: ¡escapar! Se sentía como enjaulado
en esa atmósfera irrespirable en que todo era siempre igual.
Incluso el pequeño tren que recorría las montañas y cuya
máquina conducía su padre, parecía estar siempre en el
mismo sitio.
Cuando dejó a su hermana en el parvulario, se desvió
por otro camino distinto al habitual, buscando un nuevo
horizonte sin saber exactamente cuál. Caminó mucho rato
hasta llegar al estrecho túnel que atravesaba la cordillera. Sí,
aunque lo tenía prohibido, esa vez lo cruzaría.
Al llegar a la mitad, todo se había vuelto muy oscuro y frío, y
empezó a sentir miedo. Pero inesperadamente una dulce voz
femenina le tranquilizó:
-Toma mi mano, sígueme y no temas nada.
-Pero tú, ¿quién eres?- dijo el muchacho.
-Soy tu única guía en esta oscuridad, para llevarte a lo que
tanto sueñas. Solamente debes decidirte de una vez: ¿confías
o no?-respondió la bella mujer que ahora se veía envuelta en
un halo de luz preciosa.
Marcus tomó su mano temblando, en un gesto
valiente para el que tuvo que reunir todo el coraje de su
corazón. De pronto...nada...parecía el vacío que al poco
desembocó en un vértigo de colores; el mundo pareció
convertirse en una irisada hélice de luz llena de música,
sonidos y olores de todas clases. Se asustó y, por un
momento soltó la mano de su hermosa guía. Sin saber cómo
se vio resbalando por una empinadísima superficie lisa y
cayó, sintiendo un gran dolor en la pierna derecha;
probablemente se la había roto, le dolía mucho; se desmayó.
Después de rezar sus oraciones cotidianas por toda
su familia, en especial por su nietecita, que había perdido a
sus padres hacía poco, el anciano, encendió la lamparita de la
mesita, junto a su cama en el hospital. Lo primero que hacía
cada día, desde que estaba allí ingresado, era coger esa bonita
bola de vidrio con un paisaje y sus personitas dentro y
sacudirla, hasta que los artificiales copos de nieve invadían
todo el líquido. ¡Cuánto quería a ese angelito de nieta suya!
Le había regalado su “bolita de nieve”, su “tesoro favorito“...
para que te pongas bueno pronto, abuelito; no dejes de mirarla y te
acordarás de mí.
Esa mañana la bola se veía distinta, pero no podía
especificar en qué. Miró a su joven compañero de
habitación. Había llegado la noche antes, con una fractura de
peroné. Aún dormía.
Era extraño, pero cuando lo vio por primera vez allí gritando
de dolor y agitación, parecía haber salido de la nada, no se
había enterado de su ingreso; quizá fue en algún momento
en que se había dormido muy profundamente. Sólo por la
enfermera supo lo de su pierna. Al cabo de unos minutos, se
durmió, pero sólo después de haber recibido un amable beso
en la frente de aquella hermosa mujer. La dama que sonrió
dulcemente y tras explicar que debía regresar pronto a las
cumbres, se marchó graciosamente. ¡Qué raro le pareció
entonces que el chico pudiera recibir visitas a aquellas horas!,
¿Sería quizá su mamá?
Aún sumido en esas preguntas, cogió maquinalmente el libro
que su nieta le había regalado y comenzó a leerlo:
“Cuando Marcus se
despertó, no estaba seguro de si había
sonado ya la campanilla del reloj, o
no; aún era de noche. Sin embargo la
llamada para desayunar de su madre,
desde el piso de abajo, le confirmó que
ya era hora de levantarse. El aroma
de tostadas calientes...”
-¡Buenos días!- saludó el jovencito desde la otra cama.
-¡Hola, chaval! ¿Qué tal has dormido? ¿Te ha despertado
más veces el dolor? Por cierto, ¿cómo te llamas?
-Marcus- respondió alegremente el muchacho.

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